Llegar a la Rompe Piernas con apenas 90 km entrenados iba a ser todo un reto. Las últimas semanas de lluvia nos impidieron entrenar como hubiéramos querido. Sin embargo, ahí estábamos en la línea de salida, apenas con cinco minutos para calentar, emocionados, nerviosos y muy ansiosos. Era nuestra primera rodada «oficial» como equipo, no teníamos estrategia y tampoco pensamos en ganar. Cada uno de nosotros, los ParZeros de BiciMundo Zacatlán, sabía lo que tenía y podía dar. A fin de cuentas, la bicicleta era un pasatiempo, unas horas a la semana mientras intentábamos ser adultos funcionales. Dos ingenieros, un músico, un maestro de natación, un mecánico experto en reparación de bicis, un pintor y un estudiante de Ingeniería.
Los tres primeros kilómetros, el adoquín, el pelotón puntero, nosotros intentándonos organizar, el corazón a tope y las piernas entrando en ritmo. Javi, Paco y Brayan se fueron. Víctor, El Colombiano y yo, juntos; Migue se perdió en algún grupo. Dany se quedó solo. La suerte estaba echada. Había que seguir pedaleando con o sin parces. ¡Encontramos a Migue en la bajada! Pero no hubo quien le aguantara el ritmo, además no soy bueno para bajar, prefiero escalar. ¡Subir es lo mío! En Izúcar de Matamoros me quedé solo, muy solo, una soledad que te invade la mente. La incertidumbre entre ir más rápido o aguantar las piernas. No ves a nadie, no pasan coches, el pavimento no ayuda, perdí a mi equipo y perdí el ánimo. ¡Puta madre! ¿Qué hago aquí? Era la pregunta en mi cabeza una y otra vez.
Me paré en el abastecimiento para rellenar mis ánforas y pregunté si iba bien, no entendía por qué iba tan solo. Van 30 adelante de ti -me dijeron- y entendí que iba entre los últimos. Ni modo, me subí a mi Giant roja con negro, me la había comprado en una expo, la más básica, miles de pesos para un niño que nunca tuvo un caballo de acero nuevo que, cuando le pidió una a los Reyes Magos, le llevaron una recién pintada de color verde intentando ocultar el rosa con blanco y los remaches aquí y allá. La mitad de mi sueldo de entonces, cuatro meses de ahorro por una bici que nadie me podría arrebatar esta vez, ni mi descuido al dejarla en medio del patio en lo que entré al baño, ni el duelo de mamá intentando alejar de casa todo lo que le recordara a su hermano asesinado.
Mi bicla roja, un lujo, un logro, un regalo que esperó paciente veinte años para hacerme sentir de nuevo un superhéroe. Sin embargo, durante el trayecto vi bicicletas de mejor gama, de fibra de carbono, era un poco lógico haberme quedado atrás. Uno, dos, tres por mí, por mi Giant y por todos mis compañeros con bicis de panadero, me dije y, cual acto de magia, apareció nuestra camioneta-ambulancia, ya uno de nosotros había abandonado la carrera, hablan conmigo y entiendo que voy en medio de mi equipo, quería esperar a los de atrás, pero me dijeron que mejor alcanzara a los de adelante.
Sigo a mi paso, alguien se pega a mi llanta, es un sujeto ataviado hasta los dientes y con una bici contrarreloj, me dice que viene una subida, que subamos juntos, lo pensé por unos segundos y volví a sentir pena por mi Giant, pero le dije que sí. Tres, cuatro pedaleadas y lo dejé atrás, eso me animó, mis piernas reaccionaron y a mi bicla de pronto le salieron alas, ¡carajo, esto es lo mío! Y como en un videojuego empecé a ir uno por uno hasta contar 23 bicis, 23 pares de piernas que se quedaron por detrás.
¡Llegue al kilómetro 100! Me sentía fuerte, el sol estaba en su máximo, sorteé curvas cual Chris Froome y había escapado del lado oscuro de mi mente. Otro abastecimiento, me ofrecieron semillas, sándwich, algo de comer, pero yo solo quería agua y Gatorade. Relajé las piernas e intenté limpiar mis gafas llenas de sudor que me hicieron rodar casi a ciegas ese tramo. Vi pasar a 3 ciclistas y se me ocurrió preguntar cuántos habían pasado: “Hay cinco adelante de ti”, me contestó el chico del cronómetro. ¡Cinco, solo cinco por delante y ya se me fueron otros tres! Me subí a mi caballo pura sangre y sentí un dolor en la planta de los pies, un dolor punzante pero no hice caso, traía la adrenalina a tope y empecé a rodar el último tramo con todo lo que me quedaba. Pensé en el equipo, en los entrenamientos a San Miguel, las subidas de Acoculco, las mañanas frías de los sábados cuando me obligué a salir de la cama, pensé en mis hijos pidiéndome que los llevará a su paseo en bici cuando yo regresaba de estar tres horas sobre ella, pensé en mi esposa esperándome para desayunar (y yo hacer los hot cakes) pero el dolor en mis pies frenó todo mi entusiasmo. Punzadas, dolor, presión, dolor, mucho dolor. Imaginé mis pies morados, sangrados, imaginé que no llegaba, ya no podía pararme en pedales, alcanzaba a uno, a dos y me volvían a pasar en esa zona de topes que nunca olvidaré. Ya no podía, quería gritar de dolor, estaba a 50 metros de mis objetivos y sentía que pedaleaba sobre el mismo lugar. Sabía que tenía que superar el dolor antes que él me superara a mí, me dejé ir hacia ese lugar de la mente donde el cuerpo trabaja en automático, una pedaleada a la vez.
Empezaron los gritos de ánimo, había gente apoyando, personas que jamás volvería a ver me felicitaban, los policías deteniendo el tráfico (un aplauso para ellos) desde una camioneta me gritaban: “¡Ya llegaste!” A lo lejos veo el arco, voy con las piernas rotas y el corazón palpitando al cien. Crucé la meta, la gente aplaudía y me saludaba, ¡estaba eufórico! Después, mi medalla, la cerveza, el descanso, conté 6 bicis más la mía, ¡no lo podía creer!
Poco a poco fui recuperando a mi equipo: Javier, Brayan, El Colombiano, Víctor, Migue, Paco y Dany. Dolores, calambres, ponchaduras, una intoxicación, todos teníamos nuestra historia de 150km para contar, todos nos sentíamos satisfechos y luego, la premiación. Javi y yo decidimos quedarnos bajo la sombra de un árbol a cuidar nuestras bicis, mi Giant ahora valía oro y, sin imaginarlo, escuchamos «Primer lugar por equipos: Bicimundo». ¡Éramos nosotros! Nos volteamos a ver incrédulos y corrimos no sin antes encargar las bicis a nomeacuerdoquienes, me subí al pódium y supe que esta vida sobre dos ruedas apenas comenzaba.

Imagen tomada de Flickr
| Armónica (Zacatlán, Puebla, 1977). Escritora. Es autora del libro El pan de la vergüenza (Coyoacán, 2023), promotora cultural y columnista de Hipócrita Lector. Le interesa la vida cotidiana, el teatro, los asesinos seriales. Publica en Hipócrita Lector y Escritores que nadie lee. |
